El aclamado realizador danés, Nicolas Winding Refn, que se permitió la maravillosa extravagancia en 2012 de dirigir el fascinante anuncio del perfume Manifesto, para la firma Yves Saint Laurent, (compuesto de 32 magníficos planos en unos cincuenta segundos de duración), con una bellísima y magnética Jessica Chastain de protagonista, nos entrega una nueva propuesta difícil, arriesgada, y muy consecuente y coherente con su trayectoria fílmica.
La película se estrena en nuestro país, precedida del sonoro abucheo en su exhibición para la prensa, en el festival de Cannes 2013, donde, paradójicamente, el director había sido ovacionado y galardonado por su anterior film, Drive (USA, 2011), nada menos que con el premio al mejor realizador. Seleccionada y programada igualmente en el festival de Sitges 2013 (donde se alzó con el merecidísimo premio a la mejor fotografía), conviene dejar claro que Sólo Dios Perdona, no está a la altura del otro trabajo fílmico con Ryan Gosling (el mejor actor de su generación y protagonista de uno de nuestros especiales “Cuerpos de Cine“), ni de la magnífica aventura vikinga, con ribetes existencialistas, que fue Valhalla Rising (Dinamarca, 2009), protagonizada por un excelente Mads Mikkelsen, por mencionar dos de sus trabajos más recientes y redondos. No se puede dejar de lado, cierta pretenciosidad en las imágenes, que detentan cierto interés por trascender. Si tales escollos, más insalvables en ciertos productos de otros realizadores tan ególatras como Brian De Palma, no terminan por nublarnos el juicio, o, dicho de otro modo, si tales aspectos no nos impiden sumergirnos de modo receptivo en las imágenes, nos adentraremos, a pesar de lo dicho, en una experiencia fílmica definitivamente apasionante, donde Winding Refn nos vuelve a ofrecer una historia extremadamente violenta, servida a través de un retrato de personajes claramente introspectivo, donde las emociones están patológicamente contenidas.
Ryan Gosling |
En esta ocasión, el marco de fondo es otra ciudad, muy hostil y cruel, muy primitiva, donde reina la violencia más descarnada e implacable. Donde la caza del hombre es la más común moneda de cambio. El Bangkok de Winding Refn es el perfecto caldo de cultivo para la prostitución, la transexualidad, el narcotráfico o la explotación infantil (los niños presencian algunos actos de barbarie que cometen los mayores), o de las peleas ilegales que esconden negocios de lo más turbio. Es un lugar perfecto para pasar desapercibido. Ideal para que psicópatas venidos de otros rincones del planeta, encuentren en un lugar tan confuso y cruel, el perfecto ecosistema para resultar impunes ante la comisión de los actos más salvajes. Para ser un narcotraficante, o un policía, dos reversos de una misma moneda, y poder vivir según los principios que rigen la vida de cada uno, hay que ser un asesino despiadado, implacable, metódico. Permitirse cierta ética o ataduras emocionales, puede ser un lastre, una debilidad fatal. Esta historia de venganza y muerte, anunciada, o no, directa y sin concesiones, transcurre en las pobladas calles de la ciudad, casi siempre nocturna, en inmensos pasillos, en frías habitaciones de hotel, o en psicodélicos y recargados clubs de alterne, con primacía de la luz roja, y figuras de dragones negros sobre fondo rojo, en armonía con el despliegue de hemoglobina, puntual e impredecible, súbito, implacable, que salpica y puebla gran parte del metraje. Entre el gusto por lo perverso, por la tortura, por el desgarre de los cuerpos (la relatividad de la vida en Bangkok, recuerda a la banalidad de la vida humana en el antiguo imperio romano o en cualquier otra civilización primitiva), y por la solemnidad de la muerte, transcurren retazos de las lúgubres existencias de los personajes principales.
Julian (apropiadamente inexpresivo Ryan Gosling), es un joven narcotraficante que vive con su hermano Billy (Tom Burke) en Bangkok. Billy, es un psicópata, que se gana la vida con el narcotráfico y las peleas ilegales. Su hobby, al que se referirá como “es hora de ver al diablo”, consiste en descuartizar jóvenes prostitutas en habitaciones de hoteles de mala muerte. Asesinado al comienzo del film a palos, por el padre de la última prostituta que ha asesinado, por concesión del agente de policía Chang (excelente Vithaya Panshingram), Julian se compromete a vengar a su hermano, ante la insistencia de su castradora madre Crystal (Kristin Scott Thomas), quien ha viajado a Tailandia desde EEUU para llevarse el cuerpo de su hijo mayor. A Julian le costará dar el paso, al considerar que su hermano se lo merecía. Cuando su madre le pregunta cómo se ha vengado, Julian le responde “es más complicado que todo eso, madre. Violó y mató a una niña de dieciséis…”. La matriarca, implacable en los asuntos de familia, le responde que “… tendría sus razones”. Ni Julian, ni Crystal, contarán con que Chang domina el arte de la lucha Muay Thai, (de las artes marciales más encarnizadas que existen) y que va armado con un sable tailandés que usa con auténtica profesionalidad, y sin el menor escrúpulo. Chang ha consagrado su vida a convertirse en el azote contra la corrupción y violencia de su ciudad. Para él serviría aquella frase del personaje de John Rambo “Para sobrevivir a una guerra, hay que convertirse en guerra”. Es el brazo ejecutor de la ley, en un lugar sin ley, un mensajero de la muerte. Su simple presencia es prácticamente garantía de ver aparecer a la muerte misma. Un personaje, que, pese a sus silencios y contención expresiva, contiene ciertas aristas y complejidades. Es padre de una niña a la que aleja de todo lo que le rodea, y que vive con una ama de llaves. Chang descarga sus tensiones cantando, de manera distendida, canciones románticas, en uno de tantos clubs de la ciudad, ante sus compañeros de trabajo y prostitutas. Con la misma naturalidad que tortura y asesina, se coloca ante un micrófono y ameniza una velada.
Kristin Scott Thomas |
Winding Refn es un realizador que trasciende del simple oficio y brilla en su elaborada puesta en escena, conscientemente artificial y estilizada, donde el dominio del espacio y del tiempo narrativo, parece indiscutible. La violación de la prostituta y la posterior muerte a golpes de Billy, nunca las vemos. La cámara muestra el resultado y sus efectos posteriores. Al director le interesa mucho más lo que desencadenan ambos hechos atroces. El cuerpo nadando en sangre de la joven en el suelo, de lado, y el cuerpo destrozado de él, con el cráneo reventado, la sangre por doquier. La violencia en tiempo presente vendrá apareciendo in crescendo a partir de ahí. Venganza tras venganza, que alcanza su cenit en la secuencia donde Chang tortura al dueño de un club-restaurante, responsable de un sangriento atentado frustrado al peculiar agente, que se saldó con la muerte de los inocentes clientes que fatídicamente cenaban aquella noche en el mismo lugar que Chang. El policía obliga a las mujeres a que cierren los ojos y a los hombres a que miren. Comienza con unos alfileres largos que toma prestados del moño de una mujer. Tras clavarlos en los antebrazos, se da un paseo por el local, se toma su tiempo. Toma unos palillos metálicos para comer, que va clavando por distintos lugares del cuerpo del extranjero. Las mujeres sólo escuchan los desgarrados gritos del torturado, los hombres lo verán…
La planificación se adivina meticulosa, y vuelve a ser un crisol de influencias, donde destacan las de David Lynch, (con quien Refn parece compartir ciertos manierismos visuales y en particular ese gusto por ciertas poses del film noir y el tono onírico en sus imágenes), Terrence Malick (en esa quietud e introspección de los personajes y en la puesta en escena que sugiere más que muestra), o algunos atisbos de Sergio Leone (ese gusto por la venganza, en esta sinfonía de muerte o la pose casi operística de los actores) y de Quentin Tarantino (en las explosiones de violencia súbitas, o la tortura de Chang al dueño del club, que haría las delicias del director de Reservoir Dogs -USA, 1992-, donde hay una secuencia de tortura no exenta de similitudes). En los créditos finales figuran agradecimientos al chileno Alejandro Jodorowski, (de quien parece tomar esa pasión latente, Hamletiana, incestuosa, entre Julian y su madre Crystal, cargada de cierta tensión sexual, donde se insinúa que Julian mató a su padre, para yacer con su madre, quien compara los miembros viriles de sus dos hijos), y al realizador francés Gaspar Noé (con quien comparte ese sadismo y gusto por la mutilación de los cuerpos y el recreo en los descarnados y desproporcionados actos de violencia).
Vithaya Panshingram |
El director danés vuelve a eludir intencionadamente las grandes secuencias de acción, resolviendo de un modo muy sobrio y contenido las pocas que hay (la persecución de Chang de uno de los asesinos a sueldo que han intentado matarlo), más preocupado en colocar la cámara en el lugar adecuado, donde emergen las consecuencias de las acciones implacables y los diversos movimientos que van realizando los protagonistas, como si la ciudad fuese un tablero de ajedrez y cada movimiento de fichas tuviese letales consecuencias.
Un montaje muy preciso, y compenetrado con la puesta en escena (Matthew Newman es el editor de los últimos cuatro títulos del director), una fotografía fascinante, de Larry Smith, quien también ha colaborado en otros films del realizador, y que realiza un extraordinario trabajo de iluminación de los escenarios, a veces de modo muy tenue, para resaltar la posición de los actores en el encuadre, y una banda sonora formidablemente oportuna y coherente con las imágenes, obra del maravilloso compositor Cliff Martínez (vinculado a la carrera de Steven Soderbergh), en la segunda colaboración conjunta, redondean el soplo de aire fresco que constituye la concepción del cine de este maravilloso realizador.