Elmer Bernstein tuvo su momento de gloria en el western. Su extenso y repetitivo momento de gloria. Símbolo de la cultura popular más que obra maestra. Eclipsó las divinas ocurrencias de todo un Dimitri Tiomkin y de un compadre americano como Jerome Moross, que se le había adelantado unos años. Tuvo que llegar Morricone para acabar con una dictadura que acabaría volviendo en forma de influencias. Nuestras mentes nunca podrán borrar aquel tin tin titin… pero es hora de dejar que el hombre Malboro se fume sus cajetillas tranquilo. Es hora de hablar de otro magnífico: James Horner.
Tenía la memoria colectiva y tenía referencias directas de sus inicios. De otros magníficos. También siete, pero del espacio. Para los que se valió de la influencia de los del Oeste. Pero lo que más tenía era pasión y muchas ganas. Tantas como para componer antes de tiempo. Antes de que ese mismo tiempo que había ahorrado le gastara la broma más pesada. Dejó varios temas y anotaciones. Dejó el último testimonio del que había sido un maestro. Con todo lo que conlleva ese honor.
Como Victor Young, un habitual y grande del western, dejó una última partitura incompleta, a la que terminó de dar vida un amigo: Simon Franglen. El resultado fueron 107 minutos de música de parte de una enorme orquesta de 80 piezas, en la que los acordes de Bernstein quedaban como simple cita. Porque la tradición está para mantenerla viva, y no se mantiene viva si no evoluciona. Y porque ¿Cuantos remakes del siglo XXI han vivido de la música de sus padres?
El contraste es grande. Más grande aun cuanto más de mito tiene el clásico. Es cierto que no lo supera: ni en calidad, ni en retentiva; que parece como que se queda corta –y eso que, supuestamente, cuenta con 107 minutos-, y que en ciertos momentos se hace innecesaria –ciertas escenas de acción lo atestiguan-; pero también lo es que ha llovido mucho en la músicas de cine desde los años sesenta y que es una banda sonora tocada por la muerte del octavo de los magníficos.
Mucho tema secundario y bastante música sin mayor importancia. Al único al que se le concede el honor de distinguirse, dándole una personalidad musical propia en la BSO de Los Siete Magníficos, es a Chisolm (Denzel Washington), cuyo tema transmite misterio y miedo al mismo tiempo –esos coros fantasmales y la trompeta que parece perderse más allá de la frontera-. Tanto como su imagen borrosa de jinete solitario. Tal es la prioridad del tema y el personaje que no solo va a ser el más repetido, sino el que inicie la contienda en nombre de todos. Algo que da a entender, de todas todas, quien es el que manda. Sin embargo, aunque el grupo como tal no va a llevar un leitmotiv tan marcado como el del clásico. Su tema, con leves citas a Bernstein, será el que acabé triunfando. Tampoco existe un contratema como el de Calvera (aquí Bartholomew Bogue- Peter Sarsgaard). Algo de percusión parece intuirse –algo que remitiría a la partitura de Hayasaka para Los siete samuráis-. Pero se esfuma sin definirse del todo.
Y cuando todo acaba y empiezan a correr los créditos finales -tal y como ocurría en Jurasic Word, a cuya banda sonora nadie puso pegas por no respetar exactamente la original-: llega el éxtasis del nostálgico y el hombre Malboro nos escupe toda una nube de humo. Un humo que no huele a tabaco, sino a doble homenaje: Berstein y Horner. Dos magníficos de la música de cine.