El cine de Terrence Malick es tan reconocible y personal, como discutible, sin duda. Con el paso de los años, guste o no, el realizador ha conseguido crear un específico lenguaje a la hora de contar aquellas historias que le apasionan. Para su particular concepción del universo fílmico, el guión es un simple esbozo, unas líneas, una sinopsis, un punto de partida, liberado de las pétreas convenciones, permeable a la espontaneidad y a la improvisación de los actores, receptivos a la exploración incondicional, plenamente conscientes de que gran parte de sus performances (si no todas) acabarán en la sala de montaje. El modo en el que avanzan sus historias no es a través de los diálogos. Es el sonido de la voz en off, usada como transmisión de pensamiento reflexivo (no como instrumento convencional de narración), unas veces con los personajes fuera del plano, otras empleando varias voces, que llegan a solaparse entre sí, quien mece la trama, en armonía, como lo hace la brisa con las copas de los árboles o con las hojas secas en el suelo. La función de los diálogos, que apenas existen, es la de dar la información estrictamente imprescindible. Su cine, antes que nada, es introspectivo. En este sentido, Malick se erige en heredero de los cineastas europeos que poblaron las pantallas a finales de los 50 y primeros 60 con sus obras revolucionarias que arrasaban en los festivales más prestigiosos. Hablamos de los tiempos donde la política de los autores, instaurada y defendida con vehemencia por la revista de cine Cahiers du cinema, estaba en su pleno apogeo. Según dicha concepción, el cineasta “autor”, era un artista que dejaba su personalidad imborrable y reconocible en “su” película, frente a los meros “artesanos”, que realizaban películas comerciales de un modo industrial y rutinario. Con cineastas como Resnais, Antonioni o Bergman, Malick comparte un cine hecho de silencios, donde las imágenes recorren motivos y situaciones cotidianas, silentes interactuaciones entre los personajes, con un muy particular empeño por captar determinadas sensaciones (el regocijo en un simple paseo, los gráciles movimientos de las actrices, el objetivo de la mirada…). Sobre estos pilares, el cineasta estadounidense construye su peculiar cosmos. Sus imágenes, generalmente travellings filmados con steadycam, voluntariamente cercenados o interrumpidos, primerísimos planos de los rostros, cuellos y espaldas de los personajes, retrato de paisajes, de animales… acompañados de melodías minimalistas, poseen un marcado tono pictórico y poético, que desprenden un hipnótico poder de fascinación.
Malick es un cineasta que rueda cantidades ingentes de material. Explora a sus actores, experimenta con ellos, comprueba que sirven a sus fines, los invade en su intimidad más honda y es en la sala de montaje donde, una vez meditado cada plano rodado, comprime su diamante en bruto, fruto de desechar la mayor parte de lo filmado. Es con sus editores, donde sus obras toman cuerpo y nos brindan ese derroche de frescura y personalidad que las hace tan especiales.
El sexto largometraje del realizador de Illinois es un soberbio tratado sobre el amor, con sus formas y aristas, como también lo fue la maravillosa obra maestra de Alain Resnais Hiroshima mon Amour (Francia, Japón, 1959). Constituye un viaje por los diferentes sentimientos del ser humano en pareja: el recuerdo, la nostalgia, el amor apasionado no correspondido en la misma intensidad, la alegría, la euforia, la tristeza, la ira, la frustración o el daño que en ocasiones necesitamos realizar a la pareja, fluyen en armonía con la naturaleza. En este largometraje, cristaliza la evolución que se aprecian en la filmografía de su autor, cuyas formas se instalaron definitivamente a partir de La Delgada Línea roja (The Thin Red Line, USA, 1998), película pacifista sobre la guerra del Pacífico, rodada casi veinte años después de la anterior, donde comienzan a verse esas imágenes entre introspectivas y solemnes, acariciadas por las susodichas voces en off, y dotadas de una enorme carga reflexivo-filosófica.
Sus dos primeras obras, Malas Tierras (Badlands, USA,1973) y Días del Cielo (Days of Heaven, USA, 1978) recorrían dos tormentosas relaciones de pareja, un poco al modo de Nícholas Ray en Los amantes de la noche (They live by night, USA, 1948), tamizado por las maneras de Jean-Luc Goddard esgrimidas en su ópera prima El Final de La Escapada (À bout de soufflé, Francia, 1960), con elementos característicos de la revisión de los clásicos operada en el cine americano de los años 70. El Nuevo Mundo (The New World, USA, 2005) es su particular visión antropológica de la colonización de América y del mito estadounidense de Pocahontas, enfocada como una historia de amor a tres bandas, que, de algún modo, adelanta situaciones, salvando las distancias, vistas en To The Wonder, donde también hay un triángulo amoroso. El Árbol de la vida (Tree of life, USA, 2011) y esta sexta película que analizamos, comparten retrato de experiencias personales en la vida del realizador. La primera, constituye una profunda y humilde reflexión acerca del origen de la vida, y del devenir de la humanidad, que recoge parte de su infancia y la difícil relación con su padre. La segunda, reinterpreta su relación de pareja con una joven francesa, de quien se divorció para contraer matrimonio con su actual esposa, que conocía desde la infancia.
Una pareja recorre la ciudad de Paris. Entre caricias, paseos, danzas de felicidad de ella y fascinación recíproca, asistimos al enamoramiento de Neil (Ben Affleck) y Marina (Olga Kurylenco). Él es estadounidense. Ella francesa. Juntos recorren la ciudad de la luz, viajan en metro a la Estación de Montparnasse, en tren a Lyon y en coche a la isla de Mont St. Michel cerca de la costa de Normandía. Ambos se trasladan a vivir a Bartlesville, Oklahoma, el entorno vital de Neil, con Tatiana, la hija de 10 años, fruto de un anterior matrimonio de Marina (la tuvo con 17 años y el padre las abandonó y se marchó a las Islas Canarias). Marina es una mujer muy sensible y apasionada. Neil es más silencioso y menos espontáneo. Enseguida el amor de ambos se observa “a destiempo”. La voz en off de Marina es muy gráfica: “Me siento tan cerca de ti, que casi podría tocarte. Siempre hay un no se qué invisible que siento con gran fuerza y nos ata muy juntos. Me encanta ese sentimiento… aunque me haga llorar. Esa convicción es tan fuerte… que te pertenezco. A lo mejor te gustaría que dejase de decirte que te quiero. Sé que los sentimientos fuertes te incomodan. Si es así, dímelo”. A Marina le caduca el visado y tiene que volver a Francia. Neil se reencuentra con Jane (Rachel McAdams), amiga de la infancia, quien se enamorará perdidamente: “Piénsalo, ¿quieres esto? ¿Sabes lo que quieres? No puedo permitirme más errores con los hombres. Quiero que vengas más a menudo… ¿podrás?…”. La obra transcurre entre besos, abrazos, caricias o miradas, a veces enamoradas, a veces distantes, entre hermosos atardeceres, o bellísimos planos que captan la inmensidad de la llanura americana. El padre Quintana (Javier Bardem) recorre las vidas de sus vecinos, algunos de los cuales le transmiten la sensación de que Dios no les escucha. En su introspección, alberga dudas acerca de la fe. Debido a la crisis espiritual que atraviesa, le cuesta convencer a sus fieles para que “se reconozcan en Dios”. En un momento determinado, reflexionará: “Por todos lados estás presente y aún así no puedo verte… Estás dentro de mí, alrededor de mí y no tengo ninguna experiencia de ti, no como una vez la tuve. ¿Por qué no me aferro a lo que encontré? Mi corazón está frío, duro…”. Marina y Neil encontrarán cierto consuelo por separado compartiendo su sufrimiento con el párroco que siempre está triste, según una de sus feligresas.
Me resulta muy difícil compartir aseveraciones de reputados críticos de cine que afirman, a propósito de esta magnífica obra, que Malick se plagia a sí mismo, o que parece la obra de un mal imitador. Será una forma de verla, sin duda. La otra es que este nuevo eslabón se mantiene en la coherente línea personal y honesta que atraviesa su cine, a cuyo servicio está el virtuosismo técnico de su realizador, su trascendental dominio de la puesta en escena. En tal sentido, se trata de una obra que, insistimos, posee un lenguaje muy concreto y que rebosa autoría y personalidad, algo difícil de ver en estos tiempos de cine de consumo rápido y fácil olvido. También están los críticos que cuestionaban (en su derecho, por supuesto) El Árbol de la vida, según ellos, por la pretenciosidad y ambición desmedidas de sus gratuitas imágenes, y que, paradójicamente, la esgrimen para afirmar que To The Wonder no está a la altura de aquélla. En fin, considero un acto de coherencia considerar que si la película protagonizada por Brad Pitt y Jessica Chastain resultó apasionante, la inmediatamente posterior, por pura armonía y continuidad en planteamiento, intenciones y resultados, sin duda también lo es.
Es evidente que nadie tiene porqué rendirse a las reglas de juego que proponen las imágenes del realizador natural de Ottawa, Illinois. Para quien sus reflexiones y/o fotogramas no digan nada, lo más conveniente es que no se acerquen a las salas de cine donde se proyecten. En esa línea, el único modo de disfrutar este maravilloso cine-arte, es aceptar sus formas y dejarnos llevar por la ensoñación que nos propone, por unas reglas que escapan de lo convencional, pero no de un modo arbitrario o sin rumbo, sino en coherencia con un lenguaje identitario, absolutamente consolidado.
Genial crítica.