Nunca olvidaré aquella tarde de verano en que, siendo yo un chaval, un amigo me invitó a su casa y me puso en vídeo una película surrealista sobre un grupo de mutantes que correteaba por las Bardenas. Aquel humor directo y casposo pegaba conmigo, y descubrí que aquellos antihéroes llenaban más la pantalla que cualquier príncipe azul al rescate de su doncella. Vi que la tragedia envuelta en comedia, escondida entre carcajadas, podía llegar muy lejos. Siempre que el que la condujera dispusiera de ese humor tan característico, de esa forma de mirar la vida con ojos de loco perturbado y corazón de adolescente que se niega a crecer. Y, no sé, a lo mejor Álex de la Iglesia se cayó de pequeño en la marmita del humor excesivo, excesivamente zafio a veces y excesivamente contagioso siempre, pero yo también me metería dentro. Hasta me tiraría de cabeza. Por eso celebro que en Las brujas de Zugarramurdi haya vuelto a sus orígenes.
El relevo de ese antihéroe encarnado por Antonio Resines en Acción mutante o Álex Angulo en El día de la bestia lo toma ahora Hugo Silva en el papel de un parado que, para conseguir dinero con el que pagar la pensión alimenticia de su hijo y así poder pasar más tiempo con él, decide atracar una tienda de compraventa de oro en la Puerta del Sol. A plena luz del día. Con la plaza abarrotada. Y con su hijo de ayudante. Para salir con vida y con éxito de semejante hazaña, cuenta con la ayuda de otro desempleado, al que da vida Mario Casas, y de un taxista (Jaime Ordóñez) al que secuestran para emprender la huida hacia Francia.
La última película del director vasco, que en su fin de semana de estreno ya lideró la cartelera, presenta un inicio y desarrollo arrasadores. El trío de actores principales, muy bien en su faceta cómica, captan a la perfección sus roles de hombres ingenuos y controlados por el género femenino en la guerra de sexos que supone finalmente el argumento del filme. Durante la primera hora de metraje, las risas están aseguradas, aunque no se llegue al culmen de la escena de Aires de fiesta de Karina de su primer largometraje.
Sin embargo, antes de cruzar la frontera con Francia, el grupo debe pagar un peaje en Zugarramurdi. El grupo y también el espectador, porque, a partir de ese momento, el buen hacer de Álex de la Iglesia cae en picado y se hunde en otro de sus últimamente inconfundibles sellos. De nuevo, el exceso, pero esta vez -y como ya ocurrió con la escena final en el Valle de los Caídos de Balada triste de trompeta– no en su humor, sino en tratar de cerrar a lo grande una historia que había arrancado muy bien pero que ya hacía aguas desde varios minutos atrás. El enclave navarro sirve para montar un aquelarre liderado por Carmen Maura, una excelente Terele Pávez y su musa Carolina Bang. Una apabullante algarabía de mujeres chillando, con una dirección alocada, para plasmar una celebración de brujas con la que llenar -más bien ahogar- la pantalla una vez que el humor se había secado.
El director exhibe con estas brujas a una mujer poderosa, retorcida y controladora -ojo a la imagen de Angela Merkel en los créditos iniciales-, que sirve de contrapunto a un hombre débil y acongojado ante su rival femenino. Lástima que estas brujas aparezcan cuando la película ya desbarra y, con contadas excepciones –Santiago Segura y Carlos Areces como las típicas señoras vascas no tiene precio-, no les quede prácticamente nada del humor de Álex por protagonizar. ¿Adivinan quién gana esa batalla? Ojalá la lucha hubiera sido entre su facilidad para encandilar contando historias y esta otra faceta de excesos y alardes innecesarios. Y que la vencedora fuera la misma que me conquistó aquella tarde de verano.