El olor de la pobreza: De Cosmopolis a Parásitos, pasando por Joker
Eric Packer (Robert Pattinson), un joven millonario propietario de un fondo de inversión lleva todo el día recorriendo la ciudad de Nueva York. En el interior de su limusina, no se escucha nada de lo que sucede en la calle, y prácticamente tampoco se ve. Es una burbuja en la que además encierra sus miedos, sus prejuicios. Se aísla del mundo. Porque él vive en una realidad paralela, hasta que, en el final de su viaje, se encuentra con el pasado, y se topa de bruces con la crudeza, personificada en Benno Levin (Paul Giamatti), un antiguo empleado.
Este hombre, de mediana edad, vive en una zona muy diferente a la de los rascacielos y los hombres trajeados. La atmósfera que le rodea es oscura, deprimente, repleta de suciedad. Una existencia marcada por el caos, en comparación con la de Eric, donde reina el orden. El frío orden de los números y los gráficos que se reflejan en una pantalla. Las matemáticas son fiables, exactas, te muestran lo que ocurre con el flujo de los mercados bursátiles. Aunque también puede ser que esos números muestren lo que uno quiere ver. O directamente es que nada de lo que aparece en las pantallas que Eric observa existe de verdad. ¿Y si todo es ficticio? La limusina, las bebidas, los asientos de cuero, su traje, sus poses, sus amistades. ¿Qué es más verdadero? ¿Su vida o la de Benno Levin, condenado a vivir casi en la clandestinidad? Pues en ese encuentro que cierra la película, Eric se topa definitivamente con la realidad: “¡Huéleme!” le espeta Benno mientras le apunta con un revólver a la cabeza. Se lo pide más veces, para que quede claro que el olor que emana es lo que le define. El olor de la miseria, de la ira, de la pobreza a la que las élites someten a las clases más pudientes, y a los suyos propios cuando estos no obedecen los designios de los que mandan. Eric satisfecho, solo mira al vacío, porque ya ha encontrado lo que necesitaba, eso que llevaba ansiando desde que ha salido de su oficina y se ha montado en la limusina. No quería solo un corte de pelo nuevo. Necesitaba saber si, como diría Henry David Thoreau, realmente, está viviendo.
Así adaptaba David Cronenberg la novela de Don Delillo en el año 2012, tiempo después de la caída de Lehman Brothers y de que la realidad financiera nos diera a todos en las narices. Cronenberg ya había comenzado en años precedentes un particular cambio de registro en su filmografía (muy centrada en la ciencia ficción y el terror) para adentrarse en otros géneros y situarse en un plano más cercano al thriller. Lo hizo de forma brillante con Una historia de violencia y Promesas del Este, cintas marcadas precisamente por las consecuencias que genera la violencia en los seres humanos y, especialmente, en el terreno familiar. Después sorprendió a todos con Cosmopolis, y no es para menos. Precisamente porque en esta cinta, Cronenberg ya realiza un ejercicio sensacional de manejo de diferentes géneros, al comenzar lo que puede ser un thriller financiero pero que a medida que el metraje avanza, evoluciona hasta convertirse en una auténtica distopía que poco tiene que envidiar a Orwell u otros ejercicios similares de este tipo de literatura. Una distopía en la que no solo colapsa el particular imperio financiero de Eric, sino que, con él, explota el mundo entero.
El joven mira siempre al vacío de su propia existencia, encerrado en su brutal narcisismo; escucha, ve, y siente lo que sucede fuera de su limusina, pero es incapaz de albergar una mínima partícula de empatía. Es incapaz de admitir lo que sucede, el fin de una etapa, y el comienzo de otra en la que seguramente él no tendrá ningún papel.
Cosmopolis es una cinta de intriga, es un drama personal, es un thriller. Pero también es una cinta de terror que se adentra en el universo de la distopía, ya que toda la miseria, los gritos, la destrucción que suceden alrededor de la limusina del protagonista, podrían suceder en cualquier momento. De hecho, al contemplarla ahora, no sería extraño esperar que en la cinta apareciese en algún momento el Joker interpretado por Joaquín Phoenix y mirase a la cámara para preguntar: “¿Soy yo, o todo el mundo está loco?” Se le podría preguntar a Todd Phillips si además de haberse fijado en Scorsese, ha podido inspirarse también en esta Cosmopolis tan sugerente. Ya que, en cierto modo, comparte una estética apocalíptica (las imágenes de la violencia callejera, la basura acumulada en los rincones de Gotham y Nueva York, son muy similares), y el malvado de los cómics de Batman no es sino la posible consecuencia de los actos perpetrados por gente como Eric Packer (el cuál, Todd Phillips reproduce en Thomas Wayne).
Igual que quien esto escribe ha pasado varios días reflexionando sobre la posibilidad de que el coreano Bong Jon Hoo haya estudiado a fondo esta obra de Cronenberg y le haya dejado huella en su multipremiada Parásitos (que ha ganado doble Oscar como película y película extranjera, marcando un hito histórico). Más allá de discusiones sobre si los premios han sido merecidos, porque no es el objeto de este ensayo, es adentrarse un poco en propuesta de Hoo para encontrar esas similitudes con el film del Cronenberg.
Parásitos nos cuenta la historia de dos familias. Una de clase alta, que vive en una urbanización de lujo de Seúl, y la otra de clase baja, habitantes de una barriada donde los buenos días se traducen en recibir en su domicilio las micciones de un vecino que constantemente empina el codo. Ambas familias viven en universos propios, totalmente distintos entre sí; mientras los ricos en apariencia no tienen ninguna preocupación, los más desfavorecidos luchan a diario por poder llevar algo de comida a su mesa. Y el destino hará una jugada en la que ambas familias poco a poco se irán uniendo de formas imprevistas. Poco a poco, la familia de clase baja se irá convirtiendo en un parásito de la otra familia. Pero la propuesta de Bong Jon Hoo no es tan sencilla. Sería muy fácil quedarse en la superficie de lo evidente: los de clase baja quieren vivir a costa de la familia rica.
Porque al igual que sucede en Cosmopolis, dos realidades paralelas se van superponiendo la una a la otra, y la aparente frontera que marca una diferencia entre ambas se va difuminando. En Parásitos también se nos cuestiona la realidad, nos hace que nos preguntemos si hay efectivamente una o depende de los ojos con los que la miremos. Porque está claro que los ricos tienen comida en su nevera, y colegios caros con una buena educación, y trabajos muy bien remunerados. Además de una gran casa con jardín desde la cual solo se ve lo que rodea la pequeña parcela pero no se observa nada más. La percepción de la familia rica llega hasta un punto, pero cuando la otra familia irrumpe en su realidad, llega el momento Benno Levin de Parásitos, en el que el padre rico habla con su mujer: “Huelen de una forma particular ¿no crees? Los pobres tienen un olor especial”, y lo hace sin ser consciente de que los Parásitos están dentro de su casa, escuchando con atención.
Un punto y aparte en la cinta, que marca otra similitud con Cronenberg, y es mostrar a ese padre de familia adinerada como otro Eric Packer, que desprecia abiertamente a los que no son como él. Hoo además coincide con el director de Cosmopolis en el planteamiento de su cinta. Ambos beben de diferentes géneros, los mezclan, juegan con ellos de forma magistral, creando en sus respectivas películas giros de guión que nos muestran un sustrato común: el olvido del Otro, la ausencia de alteridad que es cada vez más común en todas las sociedades. Y en esta particular “Trilogía del Dolor” se ve claramente cuáles son las consecuencias de esa ausencia de empatía. No es el olor de la pobreza, sino el aroma que desprende la deshumanización creciente, y en cualquier momento podríamos encontrarnos en el autobús con un hombre que no para de reírse, porque “la vida no es un drama, sino una puta comedia”.