El proceso judicial celebrado en Japón por las fuerzas de ocupación, lideradas por EEUU (que logró posicionar un buen número de jueces y fiscales, para así garantizarse férreos mecanismos de control sobre el mismo), con el objetivo de enjuiciar la barbarie cometida por el ejército japonés, no sólo durante la segunda guerra mundial, sino también el genocidio cometido en la segunda guerra chino japonesa de la década anterior (y en particular, la masacre de Nanking), se conoce con el sobrenombre de los Juicios de Tokio. Entre el 3 de mayo de 1946 y el 12 de noviembre de 1948, se celebró un macro proceso, al auspicio de El Tribunal Internacional Militar para el lejano Oriente (constituido el 19 de enero de 1946), para el enjuiciamiento de 28 criminales “de clase A”, es decir, miembros relevantes de la cúpula del Gobierno y del Poder Militar Japonés.
Desde su génesis, el proceso vino lastrado por ciertas concesiones hacia la primacía de ciertas decisiones políticas. También se erigieron reputadas voces que criticaron la dudosa legalidad del mismo, a la vista principalmente de la propia actitud de los aliados durante el conflicto, creándose el enorme dilema de emitir un pronunciamiento condenatorio contra los altos cargos de las fuerzas aéreas japonesas por dar las órdenes, o acatarlas y ejecutarlas, de bombardear a la población civil, cuando, simplemente, con salir fuera de la sede del Tribunal, podían observarse, todavía, los vestigios de las carbonizadas y devastadas calles de Tokio. La capital había sufrido implacables bombardeos estadounidenses, entre los que destaca el de la noche del 9 de marzo de 1945, donde se arrojaron entre 6 y 7 toneladas de bombas incendiarias durante dos horas, que convirtió a gran parte de la ciudad en un enorme crematorio. Otras ciudades fueron duramente castigadas, pero el horror sin calificativo posible, el de las bombas atómicas arrojadas sobre
Hiroshima y Nagasaki, sobrepasa ampliamente lo razonable. Tales ataques se perpetraron con base a un incremento estadístico deliberado, por parte de la administración del presidente
Harry S. Truman, de las posibles bajas humanas, ante una eventual invasión de Japón. Ante la opinión pública, se “vendió” la idea de que había que frenar la pérdida de vidas americanas. Ni que decir tiene que, pese a la dura crítica de la comunidad internacional, y de su consideración jurídica de Crímenes de Guerra, tales bombardeos no fueron si quiera juzgados jamás.
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“Es nuestra esperanza que todos los océanos del mundo se unan en paz…
¿Porqué entonces los vientos y las olas se levantan hoy en una furiosa rabia?”
Gyosei, o Poema Tanka, recitado por el emperador Hirohito
ante el Gabinete y el Mando Militar Supremo,
mientras se discutía acerca de la entrada en la guerra. |
Una de las críticas más importantes que recibió este Tribunal Militar para el lejano Oriente, fue la falta de imputación al emperador de Japón Showa Tenno, conocido en occidente por su nombre de pila Hirohito (1901-1989), cúpula divina del gobierno nipón y objetivo de la maquinaria de propaganda estadounidense tras el ataque a la base naval en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941 (que precipitó la intervención de Estados Unidos en la contienda bélica mundial respecto a Japón).
El general Douglas MacArthur, Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas en el frente del Pacífico Sur durante la contienda y alto mando de Las Fuerzas de Ocupación estadounidenses al finalizar la misma y el General Bonner Fellers, (experto en la cultura japonesa y reputado analista de la mentalidad del ejército japonés, cuyos informes fueron decisivos para la toma de decisiones aliadas en el devastador frente del Pacífico), habían preparado su propia aproximación a la ocupación y reforma del Japón. MacArthur proponía no modificar en lo más mínimo la situación de la figura del Emperador. Se limitó a continuar la situación existente durante el último año de la guerra, resolviendo sus implicaciones a medida que las circunstancias lo requerían. El plan de acción, llamado Operación Lista Negra de manera informal, consistía en separar a Hirohito de la élite militarista del poder, manteniéndole como elemento de legitimación de las fuerzas de ocupación aliadas, y usando su imagen para potenciar la transformación del pueblo japonés hacia un nuevo sistema político. Meses antes de que iniciara sus actividades el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente, los más altos subordinados de MacArthur, ya trabajaban en atribuir la responsabilidad última de Pearl Harbor al primer ministro de Japón, Hideki Tojo.
La figura del
General Douglas McArthur, a quien le encantaba esgrimir la frase inmortalizada por el filósofo griego
Platón, pronunciada con ocasión a
la fraticida guerra del Peloponeso, pero extrapolable a cualquier conflicto bélico, Sólo los muertos conocen el final de la guerra, ha protagonizado algunas producciones cinematográficas, destacables, algunas de ellas por motivos ajenos a su calidad artística.
La película más conocida sobre el personaje es, sin duda, MacArthur, el General Rebelde (MacArthur, USA, 1977), de Joseph Sargent. Se trata de una película muy plana, superficial y aburrida en algunos pasajes, donde apenas nada sobresale de la puesta en escena. La cinta nace a la deriva del éxito comercial que supuso La Batalla de Midway (Midway, USA, 1975), de Jack Smight, y sobre todo de Patton (USA, 1970), de Franklyn J. Shaffner, magnífica superproducción sobre otro importante general de la segunda gran guerra. Gregory Peck interpreta magistralmente al megalómano personaje de McArthur, y la historia transcurre desde su salida de Filipinas (por orden directa del Presidente Franklyn D. Roosevelt, ante la invasión de las mismas por los japoneses en 1941, poco después del ataque a Pearl Harbor), hasta su intervención en la guerra de Corea en los primeros años cincuenta, pasando por la ocupación de Japón (donde efectuó la importante labor de restituir el voto a la mujer, redistribuir la tierra acabando con los ancestrales latifundios…) y por sus coqueteos con la política, y en particular, en la carrera hacia la presidencia, que perdió a favor de otro General, Dwight David “Ike” Eisenhower.
En Inchon (USA, 1981), de Terence Young, el actor Laurence Olivier interpreta al General MacArthur. Ambientada en la guerra de Corea, producida por Sun Muyng Moon, líder de la secta La Iglesia de la Unificación, circulan ciertos comentarios sarcásticos de que se trata de la primera película “realizada por mandato divino”, pues Moon declaró que Dios le había hablado y pedido que hiciese una película sobre MacArthur. Constituye probablemente el mayor de los fracasos económicos de la historia del cine, en términos de coste y recaudación. No ha sido jamás estrenada en dvd, ni siquiera en VHS, y sólo circulan algunas copias de ínfima calidad, las emitidas por las cadenas de televisión propiedad de la secta en EEUU. Las palabras fracaso y cataclismo aplicadas a una película, no son exclusivas de La Puerta del cielo (Heaven’s gate, USA, 1980), de Michael Cimino (película que ocasionó el cierre de la compañía United Artists, pero que el tiempo ha colocado en el lugar que merece, el de las obras maestras del 7º arte), sino que resultan aplicables de un modo más apropiado a esta nefasta producción, que le otorgó a Olivier el premio Razzie al peor actor del año 1982.
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“Caballeros, no llevaremos armas con nosotros cuando bajemos de este avión.
Nada los impresionará más que una muestra de valentía absoluta.
Si no saben aún que han sido derrotados, lo entenderán hoy.
Ahora, mostrémosles un buen pavoneo clásico americano”.
General Douglas MacArthur (Tommy Lee Jones) |
El Sol (Solntse, Rusia, Italia, Francia, Suiza, 2004), de Alexander Sokurov, relata el proceso introspectivo del emperador Hirohito, que le lleva a renunciar a su condición divina y su relación con el General Douglas MacArthur (interpretado por Robert Dawson) tras la guerra mundial, quien tiene mucho que ver en el componente psicológico de dicho proceso. Una película introspectiva, final de una trilogía dedicada por el realizador ruso a personajes políticos del siglo XX (las otras dos focalizaban instantes concretos de las vidas de Hitler y Lenin). Una auténtica maravilla que recorre muy hábilmente todo ese proceso personal y subjetivo del personaje, al que vemos entregado a su hobby de la biología marina en su laboratorio, mientras el país se desmorona.
El director de La Joven de la Perla (Girl with the pearl earring, Reino Unido, 2003), aborda el espinoso tema de la imputación de la divina cúpula del país Nipón, previo a los Juicios de Tokio, en su película Emperador. A diferencia de respecto a los Juicios de Nüremberg, no existe una película-referente sobre el enjuiciamiento de los crímenes de guerra japoneses, que son despachados por el cine americano con alguna mención, muy de soslayo. El film de Peter Webber, que parte de la novela “His Majesty’s salvation”, de Shiro Okamoto, adaptado a la pantalla por los guionistas David Klass y Vera Blassi, comienza el 30 de agosto de 1945, en el avión que traslada a MacArthur (Tommy Lee Jones) a territorio Japonés, que aterrizó en el aeropuerto-base militar Atsugui, de Tokio. Poco después tendría lugar la rendición formal de Japón, en un acto solemne realizado en el acorazado de la armada estadounidense el USS Missouri (BB-53), en la Bahía de Tokio, el 2 de septiembre de 1945.
El punto de vista de la historia vendrá remarcado desde el comienzo, por el socorrido y previsible recurso de la voz en off del personaje central conductor de la trama, el mencionado
General Bonner Fellers (
Matthew Fox). Ante la presión de Washington, desde donde se pide la cabeza del emperador y para salvaguardar sus propias aspiraciones políticas, el
General MacArthur, le encarga al
Fellers un informe jurídico y sociológico, acerca de las razones por las cuales se debe juzgar, o no, al Emperador, así como la repercusión que el posible enjuiciamiento tendría sobre su pueblo y sobre la reconstrucción del país. El analista dispondrá de diez días para realizar las pesquisas oportunas y necesarias a tal fin, para recabar las evidencias al respecto y entregar el informe a su superior. La película transcurre durante esos diez días.
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“Hoy las armas han callado. Una gran tragedia ha terminado. Una gran victoria ha sido ganada. El mundo entero se encuentra en silencio, en paz…”
General Douglas MacArthur en el acorazado de la armada
estadounidense el USS Missouri (BB-53), en la Bahía de
Tokio, el 2 de septiembre de 1945 |
La obra viene lastrada por una, un tanto gratuita sub-trama sentimental (el personaje protagonista busca en el país en ruinas a una mujer, un antiguo amor, con quien coincidió en una Universidad estadounidense, y de quien tuvo que separarse debido a la contienda). Por más que se pretenda vincular la historia de amor a la decisión final del autor del informe (al fin y al cabo, se nos sugiere, somos humanos y nuestras vivencias personales influyen de modo inevitable en nuestros actos y decisiones), no por ello deja de resultar tópica, previsible y carente de calado emocional, pues se sustenta íntegramente en preciosistas imágenes, tan bellas como faltas de densidad dramática, que se limitan a recrear paseos románticos entre cañas de bambú, dramáticas despedidas, prudentes reencuentros… que terminan por cansar, ocupando dicho segmento más metraje del narrativamente necesario.
Es una lástima igualmente la falta de complejidad en el esbozo del personaje central, debido a un guión muy genérico y elemental, que apenas incide en la enorme complejidad del problema que se plantea. En la película, apenas se vislumbran las sombras de gris que se tiñen sobre el Japón, donde nada es una cuestión de blanco o negro, como se dirá en un momento determinado de la cinta, sin que se vea el menor atisbo de progresión dramática en tal sentido.
De esa simplicidad tiene gran parte de culpa, la plana e inexpresiva actuación del actor
Matthew Fox, tan frío y distante, que es completamente incapaz de hacernos empatizar con su tormento emocional, con su fascinación por el país, ni con su dilema respecto al informe jurídico que se le encarga. No bastan unas (dinámicas) secuencias de
Fellers meditabundo, recordando a su amada, o esas constantes imágenes con un redundante subrayado musical, en picado sobre el personaje redactando apasionadamente a máquina de escribir, el informe en cuestión.
Webber es un cineasta de oficio, de cierta pericia, pero jamás llega a transmitir complejidad en las imágenes, guiando la película hacia el enorme cementerio de propuestas que no cumplen las expectativas apuntadas.
La película, sin embargo, logra un nivel aceptable en aquellas secuencias dominadas por los actores japoneses. Se trata de los instantes en los que el protagonista, se entrevista con los vencidos ex ministros y altos cargos militares del gobierno nipón, encargados de ilustrarle ( y con él a los espectadores), sobre las tradiciones japonesas, o sobre la divinidad del Emperador, o como la actitud del ejercito no difirió tanto de la de otros países conquistadores. Destacan todas las secuencias de Fellers con su chofer e intérprete personal, o la conversación con el ex ministro Konoe, toda una lección de historia, o aquélla que tiene lugar en el Palacio imperial (es la primera película que se autoriza para filmar en dicho lugar), con el ex vicepresidente Teizaburo Sekiya, quien le cuenta al experto en asuntos japoneses cómo el Emperador recitó un poema Tanka en la reunión donde se decidió la entrada en la guerra. Estas secuencias, ponen en evidencia el escaso relieve de Fox como actor, pero enriquecen la cinta, alejándola de maniqueísmos extremos, sin duda gracias a los extraordinarios actores japoneses Itsao Natsuyagi (Sekiya), Masatoshi Nakamura (Konoe) o Masayoshi Aneda (Takahashi), entre otros.
Las apariciones de Tommy Lee Jones en pantalla, entre sobreactuadas y grandilocuentes, aportan el adecuado tomo ironía y arrogancia, propias del personaje que interpreta. El veterano actor, sin llegar a la perfección interpretativa de Gregory Peck en la más célebre película sobre el personaje, ha sabido comprender muy bien a uno de los militares más brillantes de su país. Sus calificaciones en la Academia militar de West Point (número uno de su promoción), sólo han superadas en dos ocasiones en la historia de la academia. Fue el General más joven de la Historia de EEUU (tal hazaña le valió el apodo de “el niño General”), el militar más laureado de su país, nacido para el combate, pues vino al mundo en un fuerte militar, en 1880, durante los últimos años de las guerras indias, donde estaba destinado su padre, héroe de la Guerra de Secesión.
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