Si vas a dedicar tu vida a encarnar a un personaje, no sólo a imitarlo en actuaciones de salón, a copiar sus movimientos, a convertir tu voz en la suya, sino a vivir conforme las reglas que marcaron su existencia, al menos hazlo del más grande. Y no dejes que la vida te aparte del destino que te aguarda. Sobre todo, si vas a cumplir la cifra mágica de 42 años, tu mujer tiene tatuado en el antebrazo Love me tender, tu hija se llama Lisa Marie y te dejaste crecer tanto las patillas que tu rostro ya no se entiende sin unas solapas enormes a cada lado, sin un traje con pedrería que no esconda tu obesidad y sin un micrófono delante de tu boca.
Elvis Presley, en definitiva, durante 90 minutos y tratando de escapar de la vida de un obrero de Buenos Aires en cuyo carné figura el nombre de Carlos Gutiérrez, aunque este apelativo sólo aparezca en los documentos. El director argentino Armando Bo (guionista de Biutiful, de Alejandro González Iñarritu) nos presenta en ‘El último Elvis’ (ganadora en el Festival de San Sebastián de la sección de Horizontes Latinos) la historia de un hombre que reniega de su vida y que lleva su reencarnación de el Rey hasta sus últimas consecuencias.
Padre de una niña a la que casi no ve y a la que obliga a comer sandwiches de plátano con mantequilla de cacahuete -porque a la hija de Elvis le encantaban-, separado de una mujer que quiere seguir adelante, con un trabajo en una cadena de una fábrica que odia y embutiéndose en trajes acampanados para actuar en locales de los suburbios de la capital argentina. Así es la vida de este Elvis con acento argentino. Pero este obrero prepara algo grande para su cuadragésimo segundo cumpleaños -la edad en la que murió Elvis-. Y no permitirá que la vida se lo robe, aunque las circunstancias lo obliguen a reconsiderar su paternidad, su manera de subsistir y su completo modo de vida.
Armando Bo proyecta en esta película cómo una obsesión puede marcar el devenir de una persona. Porque su protagonista no es un simple imitador, sino un hombre que afronta cada escollo de su existencia como si realmente hubiera nacido en Tupelo y la historia del rock and roll no se entendiera sin él con una guitarra encima de un escenario. Renegando de su vida en las partes más oscuras de la ciudad y con el único objetivo de conseguir la reencarnación definitiva. Pero no crean que es un perdedor. Nadie podrá decir que, en su debut, el director argentino no amó a su personaje. Bajo los focos y con secuencias de 360 grados alrededor de su rostro durante sus actuaciones, Armando Bo deja que su Elvis haga lo que mejor sabe hacer, atrapar al público mientras le canta al oído you were always on my mind.
Y mucha parte de culpa la tiene John McInerny, un arquitecto argentino que imita a el Rey en su tiempo libre. Tras descubrirlo en una tienda de discos, fue contratado por Armando Bo para que entrenase a un actor de renombre que, en teoría, iba a ser el encargado de encarnar a este Elvis argentino. Pero ni Ricardo Darín ni ningún otro actor de primera línea aceptaron el desafío de volver a llevar a la gran pantalla a un imitador de Elvis. Fue entonces cuando se le dio una oportunidad a McInerny. Y no defraudó. Tanto comiéndose el escenario en tugurios como cantando canciones para hacer dormir a su hija, demuestra a todo el mundo que merece ser coronado en el trono del rock and roll. De hecho, las escenas de sus actuaciones dan bastante vida al filme, ayudando a que el ritmo de la historia no se pierda entre la pesadumbre de una vida desgraciada o merecida de compasión.
Sí, la historia es sombría, pero Armando Bo huye de sentimentalismos. No se verá lo más glamuroso de Buenos Aires, pero eso no es óbice para tratar de llegar al corazón del espectador por el camino de la desolación y haciéndole sentir compasión por los personajes, por su modo de vida duro y empobrecido. El objetivo de la película no es ese, sino el de proyectar la vida de un imitador con un deseo tan grande de ser otra persona que al final se lo acaba creyendo. Además, y a fin de cuentas, puede que un sandwich de plátano con mantequilla de cacahuete no esté tan malo.