Hay quien asegura que el thriller y el terror son los géneros donde más libertad creativa hay en la actualidad. Puede que las voces que digan esto no anden muy desencaminadas si tenemos en cuenta la trayectoria de los mismos en los últimos años. Podríamos remontarnos a los orígenes de lo que ahora se denomina el high terror, una especie de terror elevado en el sentido literal, que apuesta por narrativas diferentes en las que el miedo no es el componente esencial de la trama, sino más bien el marco que sirve para esconder otro tipo de cuestiones.
Hay ejemplos de esto como las recientes Hereditary o Midsommar de Ari Aster, cintas además que juegan con presupuestos ínfimos y con una distribución modesta respecto de los blockbusters de estudio. Quizás es aquí donde se encuentra la clave de todo, y también la respuesta al futuro de la industria. Posiblemente dentro de unos años, los estudios tal y como se conocen ahora ya dejen de existir, y sean sustituidos por productoras más pequeñas. Porque de esto va la cuestión a tratar a continuación. Vamos a hablar de directores que trabajan con estudios, pero que al mismo tiempo, fundan su propia productora especializada en un género concreto. En ella, dan a conocer a nuevos talentos salidos de las escuelas de cine. Les dan un guión, un presupuesto que no supera los nueve millones de dólares y una libertad total para que hagan lo que estimen oportuno. Hablamos de Blumhouse.
Fundada por James Wan (Expediente Warren, Insidious) y Jason Blum, esta productora va camino de convertirse en un estudio en sí misma sino lo es ya. De hecho, en una de sus películas recientes, ya firman sobre el título en los créditos, mostrando al espectador que Blumhouse es un sello autoral, como ya hiciera John Carpenter en los 70 y 80. Cuando vamos a ver una película de Blumhouse está claro que vamos a ver algo en lo que, al menos, se busca marcar una diferencia por muy pequeña que sea. Y desde luego lo están consiguiendo. Y aquí se va a mostrar de qué manera, porque no solo Ari Aster es capaz de profundizar en otros aspectos del miedo. Blumhouse también se introduce en aspectos sociales y morales, de manera que no vamos a encontrarnos con el típico cuento gótico marca de la casa del género desde la literatura hasta ahora. La saga de Expediente Warren de James Wan junto con el trabajo que realiza Mike Flanagan desde sus comienzos con Oculus, hasta la reciente obra maestra Doctor Sueño son prueba de esa revalorización del terror más clásico con fantasmas. Pero Blumhouse apuesta por otras cuestiones, se centra más en la hondura política, sociológica y ética.
No se puede hablar de Blumhouse sin mencionar a Jordan Peele, quizás uno de los directores contemporáneos que más está haciendo por abrir esos nuevos caminos a los que se hacía referencia antes. En Déjame Salir se puede comprobar cómo los prejuicios racistas siguen estando presentes en buena parte de la sociedad. Ganadora de un Oscar al mejor guion, supuso un antes y un después para el género, considerado siempre de forma despectiva por los académicos igual que la ciencia ficción (si bien es cierto que actualmente sigue siendo complicado encontrar películas de esta temática que compitan en igualdad de condiciones con las demás). El racismo, el odio al diferente, una temática que va a ser habitual en la filmografía del director y que sigue narrando en “Nosotros”, solo que en su segunda película va más allá, introduciéndose en la metáfora religiosa, con citas bíblicas y una escalera mecánica que divide el cielo y el infierno. Al mismo tiempo que encontramos metáforas políticas cargadas de hondo significado como las realizadas por Peele (incluida su magnífica serie para Youtube, Weird City) seguimos con los dos nuevos referentes que nos trae la productora. Dos películas de estreno reciente que aparentemente pueden no tener nada en común, pero si se rasca la superficie, se encuentra un importante nexo de unión entre ambas. Hablamos de “El sótano de Ma” y “Fantasy Island”.
Unos jóvenes estudiantes necesitan comprar bebidas para montarse una buena juerga. Pero son menores de edad y no pueden entrar en el local. Una chica del grupo se queda en la puerta de la tienda, pidiendo a todo cliente que se acerca al establecimiento el favor de si podría comprarle bebida. Todos la ignoran. Cuando parece que no van a poder conseguir lo que se proponen, una mujer que pasea a un perro se acerca a lo lejos. Al llegar a la puerta del local, la joven se acerca a la mujer de mirada penetrante y le pide lo mismo. Su Ann (Octavia Spencer) duda por un momento, pero al final accede con una condición: deberán ir a hacer la fiesta a su casa para que estén en un lugar seguro y no les suceda nada. Este es el punto de partida de una historia en la que se suceden fiestas, locuras diversas…y también un macabro y astuto plan. Porque Su Ann, a quien cariñosamente llaman MA, oculta un secreto relacionado con el grupo de amigos. Un secreto que no la ha permitido llevar una vida normal y que la ha tenido esclavizada a una horrible obsesión: la venganza.
Y es que MA no lo pasó muy bien en el colegio. No solo porque sus compañeros de clase la consideraran una chica rara o friki; ya que las bromas llegan hasta un punto. Un momento en el que ya deja de haber diversión y se pasa a otra cosa distinta: el abuso. El encuentro con los protagonistas no ha sido casual, pues dos de ellos tienen la llave de ese pasado doloroso. Y en el conjunto, estos chicos la recordarán sus peores prejuicios, que la gente nunca cambia, que el que es malo lo será siempre, que el mundo es un lugar peligroso repleto de dolor y sufrimiento. Esta película pone de relieve la que es una realidad para muchos estudiantes. El colegio no es ese lugar idílico donde todos son amigos y todos te adoran. El colegio puede ser una auténtica cárcel para algunas personas que, en su edad adulta, siguen viviendo como auténticos prisioneros que no dudan en tratar a sus seres queridos como tales. Porque la casa en la que vive MA es precisamente un reflejo estético de esa prisión en la que ella entró para estudiar y aprender y de la cual nunca pudo salir.
Las prisiones también pueden tener un aspecto inesperado. Pueden albergar preciosos paisajes vegetales repletos de flores llamativas, cielos azules totalmente despejados, playas de arena fina en las que sentarte y dejarte mecer por el suave rumor del agua. Y eso es lo que es Fantasy Island, una prisión más exótica pero sigue siendo una cárcel. Roarke (Michael Peña) es alguien que hace realidad los sueños de las personas. Un grupo de invitados llega a su isla resort para cumplir sus fantasías personales. Sin saber que cumplir con los sueños conlleva siempre un precio. De hecho, la mayor parte de los textos críticos que se pueden encontrar alrededor de esta película hacen hincapié únicamente en este aspecto de la trama, el hecho de que los personajes pueden hacer realidad cualquier fantasía que ellos deseen, pero aquí vamos a profundizar un poco más porque no es tan sencilla la cosa. Puede que ese sea el punto de partida, pero estamos hablando de cárceles metafóricas. Y la isla es la cárcel de Roarke y de sus invitados. Porque Fantasy Island no cumple tus fantasías, sino que te sumerge en la cárcel de tu pasado.
¡Un momento!...¿No estamos hablando de Fantasy Island? El caso es que Blumhouse está jugando con los espectadores, mostrándonos cuestiones diferentes en las formas, pero iguales en el fondo. Porque ambas películas tienen eso en común: personas atrapadas en un pasado que les gustaría repetir de forma diferente.
Poco a poco, los nuevos creadores del terror van tejiendo hilos que nos dibujan un tapiz de nuestros miedos más profundos, esos terrores que proceden de nuestro interior, alejados de los males exógenos a los que nos tenía acostumbrados el género. Una renovación que apuntala a esta productora como un importante paradigma del futuro del negocio cinematográfico.