Decía el realizador nacido en Omaha (Nebraska), al crítico de cine de origen argentino afincado en Hollywood, Gabriel Lerman, en una entrevista publicada en el nº 418 (enero de 2012) de la revista Dirigido por, a propósito del estreno de “Los Descendientes” (The Descendants, USA, 2011), lo siguiente: Escribo a partir de la desesperación, porque nunca me han enviado un guión ajeno que me haya gustado lo suficiente como para querer dirigirlo.
Partiendo de esas palabras, resulta particularmente significativo que la siguiente película de Alexander Constantine Papadopoulos, más conocido como Alexander Payne, no sólo lleve el título del estado de su país que le vio nacer, sino que, además, sea el primero de los seis largometrajes dirigidos por él (sin contar sus trabajos tras la cámara en el campo del corto, serie de televisión o filme colectivo), cuyo guión no viene firmado por él mismo. El libreto viene suscrito por el debutante en el largometraje, Bob Nelson. Debió ser una lectura de encuentro de completa afinidad, y de deseo de dirigirlo, pues no es nada complicado observar como esta historia, ajena a la pluma de Payne, encaja perfectamente en su particular universo, el de las historias de profundo calado humano. Volviendo a las palabras de Payne, historias a ras del suelo. Historias no exentas de complejo drama humano, pero narradas desde el resbaladizo prisma de la comedia, con un destacado lugar para la (lúcida) acidez y la ironía, que mitigan y matizan la ocasional gravedad de lo que les ocurre a los personajes.
Payne dando indicaciones a Dern |
Después del éxito de la mencionada “Los Descendientes”, quizá se esperaba de Payne un gran salto cualitativo hacia una película, por así decirlo, “mayor”, es decir, de presupuesto generoso, y mayor calado en la industria, quizá con un reparto plagado de estrellas deseosas de recitar buenas frases. Craso error. “” es un film mayor, si, sin duda, pero en un sentido diferente. El protagonista principal es un actor olvidado, el gran Bruce Dern (más conocido en nuestros días por ser el padre de Laura Dern, que por méritos propios), un actor que, como su personaje, el anciano Woody Grant, conoció tiempos mejores. Está rodada en un artesanal blanco y negro, eso sí, de la era digital (un tratamiento en el que el habitual cámara de Payne, Phedon Papamichael realiza un trabajo excepcional). El reparto, compuesto por algunos rostros conocidos, carece de lo que convencionalmente llamaríamos estrellas. Destacan el magnífico actor cómico, guionista y productor, surgido, como tantos otros, del famoso programa Saturday night live, Bob Odenkirk, más conocido entre nosotros como el cínico y corrupto abogado Saul Goodman de la excelente serie Breaking Bad (AMC, 2008-2013), o Stacy Keach, otro excelente secundario, que vive del éxito de otros tiempos, conocido principalmente por interpretar al detective Mike Hammer en la serie de televisión del mismo título. Sin duda, Nebraska era sobre el papel, un complicado “canto de cisne”, del que Alexander Payne finalmente, no sólo sale completamente airoso, sino que nos ofrece una de las películas más honestas, apasionantes y perfectas que nos ha dado el cine americano desde “Una Historia Verdadera” (The Straight Story, USA, 1999), de David Lynch, donde un anciano recorría igualmente una enorme distancia (entre Iowa y Wisconsin), en un viaje más emocional que geográfico, para ver a su hermano, víctima de un infarto.
Payne aborda un cine entre costumbrista y social, con un inusual gusto por el encuadre. Como en “Entre copas” (Sidewalks, USA, 2004) y en “A propósito de Schmidt” (About Schmidt, USA, 2002), el cineasta aborda un viaje por la América actual, un viaje de autoafirmación personal, un viaje donde los personajes tratan, con independencia de que lo consigan o no, de encontrarse a sí mismos. La sabiduría del realizador es enorme a la hora de abordar este nuevo viaje. Como en A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, USA, 2013), de Joel y Ethan Cohen, Payne no necesita demostrar nada a nadie, pero se da el capricho de rodar una obra difícil, compleja y nada complaciente. Es, como la película de los Cohen, una obra de absoluta madurez. En la colocación de los personajes en el plano, Payne rememora el cine del maestro Yasuhiro Ozu, y en particular, la inolvidable obra maestra “Cuentos de Tokio” (Tokio monogatari, Japón, 1953), donde una pareja de ancianos recorrían el país para ver a sus hijos. El gusto por unos personajes comunes, vulgares, en cierto modo extravagantes, en constante lucha por la recuperación de los lazos familiares y de la dignidad perdida, nos recuerdan al añejo cine de Frank Capra, King Vidor o John Ford. El espíritu de películas como “Vive como quieras” (You can´t take it with you, USA, 1938), de Capra, “El Pan Nuestro de cada día” (Our daily bread, USA, 1934), de Vidor o “La ruta del tabaco” (Tobacco Road, USA, 1941) de Ford, sin duda juguetea travieso sobre las imágenes concebidas por Payne.
Woody, el personaje de Dern y a atrás, su hijo, interpretado por Will Forte |
El realizador de “Election” (USA, 1999), a estas alturas, hace el cine que quiere, y lo hace exactamente como quiere hacerlo, lo cual no deja de ser un enorme privilegio en unos tiempos donde el cine de Hollywood parece estar destinado a aparatosas superproducciones, prefabricadas directamente para el público juvenil o familiar (a los que se les hace participar en el montaje final a través de los temibles Tests screenings). Consciente igualmente de que hay un sector del público, el adulto, que prefiere quedarse en casa viendo series complejas emitidas por HBO, AMC o SHOWTIME, por mencionar tres canales de pago punteros en producción de series de contenido adulto (que nos otorgan, a los que no tenemos precisamente 20 años, esos contenidos de calidad que echamos de menos en el cine), el riesgo de Payne ha sido moderado. Un presupuesto pequeño y un rodaje rápido, han precedido a la cosecha de grandes premios, entre los que destaca el recibido en el Festival de Cannes 2013 al mejor actor, donde el jurado presidido por Steven Spielberg fue unánime en la alabanza al memorable trabajo interpretativo del veterano intérprete. Bruce Dern se quejaba en un documental de hace unos años sobre el Hollywood de los años setenta del pasado siglo, de que nadie le ofrecía papeles, pese a que estaba disponible. Eran unas palabras presididas por un aliento de desesperación, emitidas por un destacado integrante de la industria de otro tiempo, que se sentía (y se sabía) olvidado, lanzado al ostracismo. Sin duda, la séptima de las artes está de enhorabuena con el regreso a la pantalla grande de este gran actor, que comenzó como secundario en series y largometrajes en los años 60, despuntando poderosamente, nada menos que al “matar” a un icono del cine como John Wayne en el western menor, conocido en España como “John Wayne y los Cowboys” (The Cowboys, USA, 1972), dirigido por Mark Rydell, pasando a ser inmediatamente co-protagonista de títulos memorables y emblemáticos del período como “El Gran Gatsby” (The Great Gatsby, USA, 1974), de Jack Clayton, “La Trama” (The Plot, USA, 1976), de Alfred Hitchcock, “Domingo Negro” (Black Sunday, USA, 1977), de John Frankenheimer, “El Regreso” (Coming Home, USA, 1978), de Hal Hasby o “Driver” (The Driver, USA, 1978), de Walter Hill. Su interpretación de este hombre en el otoño de su vida, cuya fijación es viajar desde Billings, Montana, ciudad en la que reside, con una parada en su ciudad natal, la ficticia Hawthorne, hasta Nebraska, para recoger un millón de dólares que, según una carta recibida, cree que le corresponde, sin más, es de esas composiciones hechas desde la mirada, desde el silencio, desde la contención y la sobriedad más absoluta. Dern se entrega a la tarea con un entusiasmo tal, que, por ejemplo, para lograr ese caminar, entre la cojera y el propio de la senectud, se colocó piedras en los zapatos. Los planos de Grant (como el que abre la película), avanzando a pie, con su vulnerabilidad expuesta, inexorable, implacable, con una absoluta terquedad, que roza la demencia, recuerdan, salvando las distancias, a aquellos maravillosos encuadres también en blanco y negro del mercader con su maltrecho caballo en la obra maestra de Béla Tarr, “The Turin Horse” (A torinói ló, Hungría, 2011), si bien, nada tienen que ver en concepto e intenciones entre sí, el film de Payne con el de Tarr.
La familia de Woody (Dern) al completo. |
Será el hijo menor de Woody, David (excelente Will Forte), quien decida acompañar y llevar a su padre, al absurdo viaje, simplemente por complacer a su progenitor y pasar más tiempo con él. La mezquindad del ser humano, se ponen de relieve entre los familiares y el antiguo amigo y socio avaricioso, Ed Pegram (gran composición la del veterano Stacy Keach), que pretenden su tajada del “sueño americano” de Woody, un anciano que según su hijo David, se cree todo lo que le dicen. No es una América agradable en la que nos sitúa Payne. Es una América donde no hay un solo rostro bello o un personaje perfecto o modélico al que aferrarnos como espectadores. Es la América de los sueños rotos, la de aquellos que viven sus vidas en la profundidad del país, como si fueran vegetales, esperando al gran acontecimiento que les saque del letargo (ese personaje que se sienta ante la carretera a ver pasar los coches, es demoledor en el sentido mencionado). Una América donde los lazos familiares son efímeros. La idea de reunión familiar de la familia de Woody es, para su generación, sentarse todos a ver lo que emitan por televisión (el letargo colectivo). Para los más jóvenes, como dejan claro los orondos primos Bart (Tim Driscole) y Cole (Devin Ratray), tener buenos coches y recorrer las autopistas interestatales a gran velocidad. Ambos se burlan de David, una y otra vez, por el tiempo que ha necesitado para llegar a su ciudad desde Montana.
La mirada elegida por Alexander Payne, es completamente clásica. La cámara apenas se mueve, preocupada en captar motivos cuasi-pictóricos. El acompañamiento musical recurrente, se remite eficazmente, a las secuencias de tránsito. Sin embargo, resulta perfectamente coherente el puntual cambio de la puesta en escena de Payne, más efectista, con especial uso del contrapicado y de la cámara lenta, a la hora de plasmar ese recorrido por la calle principal de Hawthorne por parte de Woody, en aras de recuperar esa dignidad perdida. El jefe del periódico local de la maravillosa obra maestra del maestro Ford, “El Hombre que mató a Liberty Balance” (The Man who shot to Liberty Balance, USA, 1962), decía “cuando la leyenda se convierte en realidad, imprime la leyenda”. Eso parece querer decirnos Payne en el simbólico instante mencionado de esta maravillosa película.
En un momento determinado del filme, Woody y su hijo David deciden detenerse para ver el Monte Rushmore, en Dakota del sur. Las famosas montañas que albergan esculpidos los rostros de cuatro presidentes emblemáticos de EEUU. Woody le dice a su hijo David que es una obra inacabada, que parece que se cansaron y dejaron de esculpir las rocas. Sin duda Woody Grant no es consciente de la grandeza del arte inacabado, del arte fútil, que recorre un instante, sin un principio y un final determinado o convencional… Payne sí que lo es.
3 respuestas
Fantástica reseña Manuel, pareces una bibliografía andante. Me fascina la capacidad que tienes de entrelazar las películas. Supongo que será consecuencia de pequeños plagios entre autores de las más diversas índoles. Todo está ahí y es susceptible de ser extraído y plasmado en arte, independientemente de la denominación. No a los compartimentos estanco… buen día, un saludo.
Marina Velázquez: Se nota que Manuel es de letras y acumula datos como los mejores sistemas. Además, le saca punta a todo lo interesante. Lo dicho, una pena que ya no colabore con nosotros.
Pues sí, todo una pena. Un saludo.