Érase una vez un cuento contado de otra forma. Érase una vez la fantasía. Bosques encantados. Horribles y tenebrosos. Mágicos y brillantes. Princesas con complejos de Juana de Arco y aires vampíricos. Madrastras malvadas de vida eterna. Príncipes encantadores que se quedan sin su premio. Cazadores con corazón de príncipe que en lugar de cazar corazones, son conquistados por otros. Siete enanitos y una manzana. ¿A qué te suena? Esa la historia que quiero contarte…
Había otra vez, porque érase ya fue, un músico que cada vez que agarraba un instrumento, el mundo se hacía ensueño. Criaturas de abismo asomaban sus pezuñas entre las baldosas del suelo. Hadas, ninfas y personajes de cuento aterrizaban frente a él. Como un Orfeo contemporáneo, James Newton Howard, que así se llamaba el músico, congregaba a los seres imaginarios y les contaba una historia escrita en notas musicales. Cuando en su cabeza visualizaba un violín o un chelo, fieras, y no fieras, caían rendidas ante su encanto. Cuando veía un piano, los ojos se cerraban y las orejas se convertían en parábolas sónicas. Si eran las secciones de metal y percusión, aparecía el sobresalto. Los nervios se avivaban y todos se sentían luchadores. Así, día tras día, año tras año, el músico, trabajador eficiente donde los haya, inventaba nuevas historias para ser escuchadas.
Un día, un habitante de aquellos lugares llamado Rupert Sanders le regaló un cuento y le pidió que se lo contara con música. Que hiciera salir del papel a sus personajes. Que los hiciera hablar sin palabras. El músico, encantado y encantador, no tardó un segundo en decidirse.
Pintó en su cabeza una princesa. Al lado de ésta, un violín. Sí. Decidió que las cuerdas debían acompañarla en su encierro y su lucha. Su luz interior saldría a la superficie gracias al arco. No de Juana, sino de los violinistas. Como aquella ‘Joven del Agua’, sería una heroína melódica. El piano y las maderas del bosque le ayudarían a encontrar su camino. Lejos de jugar a ‘Los Juegos del Hambre’, su parecido con Katniss se quedaría solo en su fuerte imagen.
Luego dibujó a la madrastra. Se acordó de ‘Maléfica’. Bella como las más bellas. Malvada como el diablo. Triste en su interior, también podía regalarle unas cuerdas. Debían ser más graves. Pero era la maldad la que gobernaba su interior. Era muchísimo más oscura. Mucho. Ansiaba matar a la princesa para vivir eternamente. El poder. La belleza. Atronadoras percusiones y trompas ensordecedoras. “Te robaré el trono”. ¿Estás segura?
Finalmente, esbozó dos héroes. Un príncipe soñado y un soñador que no es príncipe. ¿Cómo hablarían ellos de la princesa? En su mismo idioma, pensó, pero más majestuoso y mágico. Porque a los ojos de ellos, la princesa es más que eso, es la luz que salvará el reino, la luz que invadirá sus corazones. Pero también hay tormentas. Ellos deben salvarla y tienen que luchar.
¿Y el resto de la historia? ¿Es que la contó en silencio? No. Todo lo que imaginó para sus personajes se extendió a sus tierras. Los árboles del bosque absorbieron las maderas y adoptaron las cuerdas y el piano. No como aquel ‘Bosque’ donde habitaban los miedos y cuya música era tan virtuosa que anonadaba, sino un poco más allá de la línea de la fantasía y los cuentos. Las luchas y guerras se quedaron con los aires marciales, esos cuyo volumen casi no dejaba escuchar el chocar de las espadas y el tintineo de las armaduras. La maldad se apropió de las leves disonancias. La oscuridad se hizo al fin en las manos del músico. La melancolía de la belleza, queriendo ser como la princesa, se apropió de sus cuerdas con un sonido más triste. Y la luz, la que finalmente salió vencedora, coronó el final con la mayor grandeza que pudo hacerlo. La princesa, de nombre Blancanieves, ahora podía hacer uso de todos los instrumentos, Porque era reina.
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