‘Los chicos del puerto’ y su director, Alberto Morais, en ‘Los encuentros con el cine’ de Santa Cruz de Tenerife

El director Alberto Morais asistió el pasado jueves 19 de junio a la 4ª edición de los «Encuentros con el cine» que se organizan en el Teatro Guimerá de Santa Cruz de Tenerife, donde comento su film «Los chicos del puerto» tras la proyección de esta.

'Los chicos del puerto' en 'Los encuentros con el cine' de Santa Cruz de Tenerife

El cuarto de los Encuentros con el cine, maravillosa denominación del cineclub en que se convierte el Teatro Guimerá de Santa Cruz de Tenerife una vez al mes, gracias a la labor de Digital 104 (empresa audiovisual compuesta por los cineastas canarios, Jairo López, Domingo González, Eugenia Arteaga y Jonay García), nos trajo el pasado jueves 19 de junio al realizador natural de Valladolid, Alberto Marais.

Tras la presentación del evento y el visionado de su más reciente largometraje, Los Chicos del Puerto, tuvo lugar en el emblemático teatro capitalino, un nuevo debate, distendido y enriquecedor, a propósito del cine en general (no faltaron anécdotas sobre Howard Hawks y el escritor Raymond Chandler, sobre los hermanos Cohen, o sobre la manera de Buñuel de dirigir a Catherine Deneuve), y del cine que le interesa a Marais, en particular. Aquellos cineastas que Alberto Marais tiene en mente a la hora de filmar, parecen bastante coherentes con sus propias imagines y objetivos. Menciona entre sus influencias más directas, al iraní Abbas Kiarostami y su cine de estructura circular, destacando una particular predilección por ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Jané-ye dust koyast, Irán, 1987), o A través de los Olivos (Zire darakhtan zeyton (Irán, 2004); el cine naturalista y realista de Pier Paolo Pasolini, cineasta por quien siente absoluta veneración; el movimiento surgido en los años 60 en Inglaterra conocido como free cinema, cine con tendencia al documental (que pretendió tomar el relevo del neorrealismo italiano), vinculado al Angry Young men, (grupo de escritores de orígenes humildes, contrarios a las políticas de recortes, empeñados en el retrato de seres anónimos, en el umbral de la pobreza y en su rutina cotidiana, que leyeron el “manifiesto de los jóvenes airados”, en el Instituto Británico de Cine en 1956); o el largometraje Nadie Sabe (Dare mo shiranai, Japón, 2004), de Hirokazu Karoeda, la terrible historia de cuatro niños abandonados a su suerte por su madre, sin apenas recursos, en una sociedad actual absolutamente insensible y deshumanizada.
Alberto Marais debuta en la dirección con el documental Un Lugar en el cine (España, 2007), donde tiene la oportunidad, nada desaprovechada, de entrevistar a tres cineastas clave de nuestro tiempo. El realizador español Víctor Erice, el griego Theo Angelopoulos, o el guionista italiano Tonino Guerra (colaborador habitual de su admirado Pasolini), comparecen ante la cámara del joven director. Con estos tres cineastas del mediterráneo, vinculados, en palabras del propio Marais, estrechamente a la realidad y dialogantes con la propia historia de sus respectivos paises, se pretende realizar un trayecto fílmico que va desde el Neorrealismo Italiano hasta la modernidad y la concepción actual de la séptima de las artes. Por supuesto, el filme es una mirada al tipo de cine que le interesa al vallesoletano, como avalan sus posteriores trabajos. Las honestas palabras que emanan de las reflexiones incisivas y agudas de los cineastas entrevistados, destilan auténtica sabiduría.

Su segundo largometraje, primera incursion en la ficción, Las Olas (España, 2011), narra el viaje, pospuesto durante años, de Miguel después de la muerte de su mujer, desde Valencia hasta la ciudad de Argelés-sur-mer, al sudeste de Francia, a unos 35 kilómetros de la frontera con España. La ciudad francesa del Mediterráneo albergó un campo de refugiados, de republicanos españoles, que recibieron asilo en su huída del franquismo, al ocaso de la Guerra civil española. Miguel (interprteado por el actor Carlos Álvarez-Novoa) fue uno de los 500.000 refugiados que recalaron en dicho campo. El viaje del anciano es más un intento de reconciliación personal, que un trayecto geográfico. Antes un retrato humano y un conato de establecer un diálogo con la historia, que una película sobre la Memoria Histórica en sí. En el apartado técnico, Las Olas no oculta influencias del cineasta sueco Ingmar Bergman y en concreto de su memorable Fresas Salvajes (Smulltronstället, Suecia, 1957), donde otro anciano viajaba con una joven por el país, en el otoño de su vida. Las Olas se alzó con el premio San Jorge de Oro en la 33 Edición del Festival de Cine de Moscú.
En Los chicos del Puerto, Morais nos ofrece otro viaje, otro paisaje emocional, el de tres niños que recorren una Valencia apenas reconocible. Lo que en un principio iba a ser un documental sobre el marginal barrio valenciano de Nazaret (cercado por un enorme muro por un lado y por la autopista y toda su infraestructura, por otro, circunstancias éstas que contribuyen al notorio aislamiento que padece), terminó como una ficción en torno al deber del abuelo (interpretado por el actor canario Jose Luis de Madariaga) de uno de los tres niños protagonistas. Se trata de llevar a la tumba de un amigo suyo, Julio Ferrer, que acaba de morir, una chaqueta militar republicana. Es un viaje que el anciano no puede hacer. Su nieto Miguel, asume gustoso el compromiso sellado desde la guerra civil. En compañía de Lola y Guillermo, recorre el desolado barrio de la periferia valenciana. Los tres niños caminan por los espacios muertos de las autopistas, utilizan furtivamente el tranvía, trasnochan en la calle, visitan varios cementerios, estimulados por un deber casi ancestral y por la huída, aunque sea temporal, de un lugar sin futuro. A su regreso, sus progenitores apenas les han echado de menos. La madre de Miguel le pregunta dónde ha estado. El niño responde con un parco “por ahí” y la progenitora continua con sus quehaceres domesticos, como si nada hubiese pasado, como si el niño hubiese otorgado las mayores y más convincentes explicaciones respecto a su ausencia.

Alberto Morais en 'Los encuentros con el cine' de Santa Cruz de Tenerife
Alberto Morais
Salvo unos planos parciales de la Ciudad Monumental de las Ciencias y de Las Artes, la Valencia que retrata el director vallesoletano es, como decíamos, practicamente irreconocible. Las localizaciones del barrio de Nazaret, como apuntó Marais, servirían para enclavar una película sobre la Guerra de Irak. El joven director conoce bien el barrio en cuestión, pues su padre trabajó como médico durante muchos años en él. Lugares casi vacíos, nada emblemáticos, paisajes casi desérticos, personas practicamente alienadas, construyen el desolador viaje de los tres niños. Los chicos del Puerto es una película sobria, contenida, austera, de planos largos, estructurada alrededor del silencio. La película, según su director «…se construye a medio camino entre la pantalla y la mente del espectador. Si no hay trabajo del espectador, quizá la película no se construya”. Una gran responsabilidad, pero también un enorme aliciente, para el cinéfilo que se aproxime al visionado del filme.
El cineasta se plantea como objetivo, la naturalidad en grado sumo, la que se consigue sin efectismos visuales, utilizando los espacios como mecansimos narrativos, huyendo del énfasis en la sorpresa y de cualquier golpe de efecto, que estropean buena parte de las propuestas cinematográficas más recientes. La película configura, sin duda, un retrato social, con personajes en el umbral de la pobreza, a los que la cámara trata con absoluta dignidad y los mira de igual a igual. Marais utiliza una “mirada horizontal”, con el propósito de escapar de lo que él denomina “cine social con colchón”, el cine que focaliza los problemas sociales con un lenguaje burgués, plagado de constantes trampas de guión y con una puesta en escena cuyo sentido último es la transmisión al espectador de un torrente de emociones manipuladas y de un sentimiento final de culpabilidad. Ello, según el realizador, constituye un panfleto politico, y no hace trabajar al espectador.
En el plano actoral, el empleo de actores no profesionales para los roles de los tres niños, Omar Krim, Blanca Bautista y Mikel Sarasa, que interpretan, respectivamente a Miguel, Lola y a Guillermo, consigue el nada desdeñable propósito de la narración de la historia a través de sus rostros. Los niños fueron meticulosamente escogidos (en un casting de unos 600) y dirigidos precisamente para que no actuasen, para que fueran completamente naturales. La idea, nuevamente en palabras de su director, era que el texto (el guión) fuese por un lado y el gesto (la interpretación) por el suyo, sin que éste subraye ni enfatice aquél.

Alberto Morais en 'Los encuentros con el cine' de Santa Cruz de Tenerife

Los tres personajes, son unos niños tristes, que nunca se ríen, que juegan sin entusiasmo, sin la menor estridencia, en silencio, con plena seriedad. Son “niños viejos”, carentes de un tejido familiar y social adecuados, que viven el duro día a día de un barrio marginal de la periferia de Valencia. Miguel, Lola y Guillermo son niños invisibilizados por el despiadado mundo de los adultos. Unos adultos, que como apuntan las imagines de Marais, han deshumanizado su relación con los niños. No hay más que ver la reacción de las personas a las que los tres jóvenes preguntan datos, direcciones, etc. No solo no se interesan por ellos, es que los tratan de un modo muy distante, rayando lo despectivo. El mundo adulto actual invisibiliza a la infancia, al eslabón más débil de la cadena social.
En el coloquio que siguió a la proyección, la realizadora Eugenia Arteaga, apuntó un dato esencial “Los niños sienten mucho lo que hay a su alrededor y si no hay nada, no expresan nada”. Una muy aguda reflexión, que sin duda contribuye a clarificar la eficacia de la construcción de esta película sobria y contenida. Una película de la “estética de la quietud”, según palabras del moderador del coloquio, el historiador de cine y profesor de Historia del Arte de la Universidad de La Laguna, Enrique Ramírez Guedes.
Los Chicos del Puerto es un trabajo honesto, que traza una mirada, a la vez compleja y sutil, hacia el universo infantil más desarraigado. Contiene un trabajo técnico muy cuidado y solvente, con un empleo del sonido natural absolutamente desolador. Tales características configuran el estimulante tercer largometraje de Alberto Marais, cineasta que estuvo absolutamente franco y accesible ante un publico escaso, pero muy permeable a lo que se compartía en el mágico encuentro con el cine nº 4 de la capital tinerfeña.

4º Encuentros con el cine de Santa Cruz de Tenerife

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