El realizador estadounidense Shane Carruth nos ofrece en su segundo film, una obra difícil de asimilar y de analizar, si nos acercamos a ella desde una óptica estrictamente racionalista, es decir, intentando comprender a toda costa, y filtrar a través de la razón, las hipnóticas imágenes que transcurren ante nuestros ojos. El cine convencional de Hollywood nos ha entrenado (o desentrenado) para entender absolutamente todo. Incluso, las películas se conciben para prever la pérdida de atención del espectador. El cine más convencional, está plagado de planos sobreexplicativos, reiterativos y redundantes, que nos subestiman, como si los espectadores tuviéramos memoria de pez.
El director, guionista, actor, montador y compositor, oriundo de Myrtle Beach, Carolina del Sur, ha tardado casi diez años en estrenar su segunda película. Para construir su primer largo, Primer (USA, 2004), Carruth empleó sus conocimientos en matemáticas (cursó estudios universitarios en dicha materia y se graduó) e informáticos (fue ingeniero de software para simuladores de vuelos antes que cineasta). Con su ópera prima, consiguió el Gran Premio del Jurado en el Festival de Sundance.
¿Porqué ha tardado casi diez años en regresar? La decepción de formar parte de la lista de artífices de proyectos prometedores pero nunca realizados tiene mucho que ver con el largo camino emprendido por el realizador hasta «Upstream color».
La siguiente película de Carruth tras la mencionada Primer debía ser un proyecto titulado A Topiary, la expresión en inglés para referirse a los árboles y plantas podados con formas de personas o de animales. El artista recorrió los Estudios de Hollywood con su guión bajo el brazo, y, entre palmaditas en la espalda, nunca le dijeron que no, siempre que hubiera una gran estrella al frente, que para nada encajaba en el modo que Carruth concebía la historia. Al ver que transcurrían los años y que nada ocurría, el joven realizador decidió arrinconar el proyecto, para abordarlo, según sus propias palabras, con la frescura de la distancia, dentro de unos años. La película contó con su propia web, en un desesperado intento por conseguir autofinanciación, vía crowdfounding, pero todo fue inútil. El golpe de gracia al proyecto, vino con la filtración del guión por internet. La historia de A Topiary, definida por algunos críticos como una ambiciosa y bizarra película de ciencia ficción, comienza con la historia de Acre Stowe, un ingeniero al que contratan para la búsqueda de información estratégica para el emplazamiento de un centro de emergencias, cerca de un punto negro, especialmente letal en una autopista, donde casualmente o no, se mató su familia, y cómo se encuentra con una explosión estelar y sus consecuencias. La acción pasa a un grupo de niños entre siete y once años de edad que descubren una enorme y oscura máquina, “el hacedor”, capaz de realizar y controlar cualquier cosa, como un dragón.
Durante este tiempo, el realizador colaboró activamente con Ryan Johnson en su película Looper (USA, 2012), concretamente en la creación de los efectos y el modo de recrear los viajes en el tiempo de los protagonistas. En tal sentido, su nombre figura en los créditos finales entre los agradecimientos especiales.
En su segundo largometraje, que le ha llevado nuevamente a Sundance, donde recibió el premio del Jurado al Diseño de Sonido, pero también al Festival de Sitges y a los Independent Spirits Awards, se percibe cierto desencanto en la mirada del realizador. Carruth nos invita a aproximarnos a sus imagines, desde el punto de vista de las sensaciones que cada espectador queramos ver. La historia que cuenta la película no es sencilla de expresar. Empezamos con la figura de “El Ladrón”, un delincuente que recolecta los gusanos de las raíces de unas orquídeas de color azul. Metódica y meticulosamente, los separa y destila de ellos una sustancia alucinógena, que crea una interconexión entre las personas que la toman (la secuencia entre dos niños de color que han tomado extracto de gusano y, con los ojos cerrados, realizan una coreografía perfectamente sincronizada, es bastante reveladora). “El Ladrón” encapsula los gusanos, para venderlos, como si de dosis de droga se tratasen. Este personaje, secuestra, y narcotiza a la joven Kris (excelente Amy Seimetz), e introduce, con una mascarilla de oxígeno, un gusano en su organismo. Luego la somete a un juego hipnótico y alucinógeno, diciéndole, por ejemplo, que él está hecho del mismo material que el sol, para que la mujer no pueda mirarlo sin percibir una luz cegadora. La hace adicta a cortos tragos de agua, que tiene que ganarse y la obliga a pagar un hipotético rescate por su madre, para lo cual solicita un crédito hipotecario al banco y entrega una serie de cheques al ladrón, quien le dicta las cantidades a poner en cada uno de ellos. El delincuente la obliga a escribir páginas enteras de la obra Walden, del filósofo Henry David Thoreau, en folios que luego dobla y con los que hace círculos. Cuando el ladrón se va, Kris yace en su cama y descubre los gusanos en su interior. El personaje de “El muestreador”, se lo extrae, y lo inserta en un cerdo al que lleva a una granja donde convive con otros animales de su especie.
El otro personaje central es Jeff, (interpretado por el propio Carruth), un corredor de bolsa, al que retiraron su licencia por robar un dinero que debía invertir, y que ejerce su profesión ilegalmente, cobrando su asesoramiento en dinero negro y en especie (con habitaciones de hotel). Jeff está divorciado, y parece estar sufriendo los mismos efectos alucinógenos que Kris, lo que, inconscientemente, crea cierto vínculo entre ambos, cuando se conocen en tren. “En el tren no viajan más que personas que no tienen hogar, o a las que les han retirado el carné, o…”, le dirá Kris a Jeff.
No es nada difícil percibir en Upstream color la peculiar mirada del realizador estadounidense Terrence Malick. En particular su interés por esa armonía entre el hombre y la naturaleza, que impregna las bellas imagines de películas como La Delgada línea roja (The Thin Red Line, USA, 1998) o El Árbol de la vida (The Tree of Life, USA, 2011). Las secuencias de la pareja protagonista, que recogen las miradas, las caricias, los abrazos y los besos, recuerdan ocasionalmente a las imagines cautivadoras de esa obra incomprendida del maestro Malick que es To the wonder (USA, 2013). Los planos de las manos acariciando a la otra persona, o tocando las hojas de las plantas, o aquéllos en los que la cámara sigue a los personajes, filmando a la altura de la nuca, son inconfundibles. Pero Malick no es la única influencia fílmica rastreable en la obra de Carruth. La introducción del gusano-parásito en el cuerpo de Kris y su desplazamiento por el interior de la jóven, remiten a los primeros trabajos del realizador canadiense David Cronemberg, cuya predilección por lo orgánico y la tecnología, es su patron más reconocible. Películas como Videodrome (Canadá, 1983), Crash (Canadá, 19996) o El Almuerzo Desnudo (Canadá, 1991), se construyen sobre tal premisa, y parecen haber causado gran impacto en el joven cineasta. Por otra parte, el empleo de sonidos musicales muy primarios, electrónicos, orgánicos, naturales, metálicos, de forma activa en la banda sonora (obra del propio director), conscientes de su papel informativo al conjunto de sensaciones de la obra, remite a algunos trabajos de David Lynch, un maestro en desdibujar los recovecos de la mente humana. En particular a uno de los trabajos más personales y complejos de su carrera, Inland empire (USA, 2006). Finalmente, en el apartado de influencias fílmicas, algunos pasajes de la música entre melancólica, fatalista y existencialista, y el empleo de la narrativa fragmentada, como recurso que pretende transmitirnos el desasosiego del trastorno que sufren los protagonistas, remiten ocasionalmente a esa obra inclasificable y cumbre del cine de cambio de milenio, que es Memento (USA, 2000), de Christopher Nolan.
Upstream color es una película construida sobre las sensaciones. Es una obra de imagines, de planos cortos, de un calculado desorden narrativo, que afecta a los tiempos de la acción y al salto de personajes, sin aparente conexión, para crear desconcierto, y en ocasiones, frustración. La palabra no ayuda a comprender lo que ocurre. Más bien, contribuye a ese crisol de sensaciones. Por ejemplo, vemos a Kris en una piscina, nadando, sumergiéndose y recogiendo piedras del fondo, y colocándolas al borde,. Cada vez que sube a la superficie recita un fragmento de la mencionada obra Walden, del filósofo estadounidense Henry David Thoreau. Jeff escribe lo que la joven dice. El libro de Thoreau, que vemos en distintos instantes de la película, fue escrito por su autor en 1954, en una cabaña construida por él mismo, cerca del Walden Pond, de Massachusetts, en un periodo de tiempo de vida solitaria, aire libre y cultivo de sus propios alimentos. El objetivo fue demostrar que en la naturaleza, con sus reglas, radica la verdadera vida del hombre que ansía liberarse de la esclavitud de la sociedad industrial actual. La cita a Thoreau y las reglas de la naturaleza, no es nada casual.
Llama particularmente la atención ese ciclo vital del parasito que preside el devenir de la pareja protagonista. Los gusanos en las raíces de las flores, el efecto alucinógeno que provocan, la introducción del gusano en el cuerpo de Kris, la extracción e implante en un cerdo, al que se arroja a un río en un saco, y cómo el líquido azul del microorganismo se transmite desde el animal muerto hasta las raíces de unos árboles que crecen junto a un recodo del río, y hace que crezcan orquídeas azules, cuyas raíces albergan los gusanos, de modo que el ciclo parece volver a empezar.
Sin duda, el efecto alucinógeno que el microorganismo parasitario causa en las personas, es una metáfora de la sociedad alienada actual, donde las relaciones personales surgen casi por la inercia de compartir desengaños amorosos y desencantos generales. Jeff y Kriss son dos seres que se encuentran en unos instantes vitales donde ambos tratan de recomponerse.
Upstream color es una película que sin duda creará mucha frustración en un primer visionado, pero que es muy agradecida, si nos enfrentamos a ella dejándonos llevar por las sensaciones que provocan sus imágenes, aunque no terminemos de comprenderlas. Cuando termina, es difícil dejar de pensar en ella. Ese es el efecto que producen las grandes películas.